Durante años se ha señalado a los padres como los principales responsables del proceso educativo de sus hijos. Si bien es cierto que la familia cumple un papel fundamental en la formación de valores, disciplina y acompañamiento escolar, es un error pensar que la crisis educativa actual puede atribuirse únicamente al entorno familiar. El verdadero desafío es estructural y sistémico: el Estado tiene una responsabilidad ineludible en garantizar una educación de calidad, pertinente y alineada con las necesidades del país.
Una de las fallas más críticas radica en la falta de evaluación, monitoreo y corrección oportuna de los pénsum de estudios. Muchos programas académicos en los niveles medio y superior continúan reproduciendo contenidos desactualizados, desconectados de la realidad productiva, social y tecnológica del país. Esto genera una grave disonancia entre los perfiles profesionales que se forman en las aulas y los perfiles que realmente se requieren para impulsar el desarrollo sostenible, la innovación y la competitividad nacional.
El resultado de esta desconexión es un nudo crítico de gasto presupuestario muerto: el Estado invierte cuantiosos recursos en un sistema educativo que no está generando el retorno esperado en términos de productividad, empleabilidad y aporte al desarrollo. Profesionales egresan de las universidades sin las competencias necesarias para enfrentar los desafíos del mercado laboral actual, lo que perpetúa el desempleo, la subutilización del talento humano y la fuga de cerebros.
Superar este problema exige una profunda reforma educativa, basada en datos, prospectiva y diálogo intersectorial. Es imperativo que el Estado establezca mecanismos permanentes de revisión curricular, en coordinación con el sector productivo, académico y social. Solo así se podrá asegurar que la educación deje de ser una carga presupuestaria ineficiente y se convierta en una verdadera palanca de transformación económica, social y humana.