Por: Lcdo. Gunter Ponce / A 490 años de fundación de la inclita ciudad de Guayaquil.
Mucho antes de ser fundada con el nombre y la cruz, la tierra a la que con mucho amor llamamos Guayaquil, ya había sido parida con sangre, fuego y agua. Surgió no como un acto protocolario de escribano y estandarte, sino como una rebelión obstinada contra lo imposible. Nació una y otra vez, como si la tierra misma se negara a dejarla morir.
Sobre las riberas del Guayas, donde el río parece respirar como un corazón indómito, los primeros asentamientos fueron sueños ahogados por la resistencia indígena, por la fiebre, por la selva y la humedad densa que abrazaba el cuerpo como una maldición. Antes de que se levantaran templos o ayuntamientos, los huancavilcas ya caminaban por sus orillas.
En 1929 una comisión de destacados historiadores (Modesto Chávez Franco, José Antonio Campos, Eleodoro Avilés, entre otros) propuso como fecha conmemorativa el 25 de julio de 1535. La cual se adoptó por ser la tradicional festividad de Santiago Apóstol, patrono de la ciudad, y en recuerdo simbólico al primer asentamiento costero.
Lo cierto es que entre 1534 y 1538 se registran varios asentamientos y reasentamientos de la Ciudad, por eso algunos historiadores sugieren que Guayaquil nació varias veces: entre asedios, incendios y pactos forzados; siempre sobre el dolor, nunca sobre la resignación.
Desde entonces, Guayaquil ha sido la ciudad que más veces ha ardido sin consumirse. En 1687, fue saqueada por piratas ingleses y franceses. En 1709, los célebres corsarios Edward Davis, William Dampier y el cruel Edward Teach —Barbanegra— intentaron tomarla por asalto. Pero Guayaquil, aún sin murallas, se defendió con el coraje de su gente: armeros, carpinteros, mujeres y niños convertidos en centinelas.
A lo largo del siglo XVIII y XIX, el fuego regresó como destino y amenaza: 1764, 1784, 1869, 1896... El incendio del 5 de octubre de 1896, el más devastador, convirtió la ciudad en brasas. 89 manzanas desaparecieron, más de 20.000 personas quedaron sin hogar, obligando a los guayaquileños a reinventarse de la ceniza y el escombro. Era el precio recurrente de la innovación, pues la madera fue al mismo tiempo la materia y el verdugo de la urbe. Pero, como escribe Demetrio Aguilera Malta, “Guayaquil no es ciudad, es llamarada que aprende a bailar sobre sus propias cenizas”.
A ello, se habría de sumar después la lucha independentista, las guerras civiles, las epidemias, la falta de agua potable por siglos, y una estructura estatal centralista que drena más de lo que aporta. El siglo XX vio surgir una Guayaquil entre la fiebre del cacao y el olvido del Estado. Una ciudad que creció a pulso, a veces sin planificación, pero siempre con carácter; por eso, en sus esquinas y malecones, al igual que antaño, sus ciudadanos no eligen el conformismo: marchan, denuncian, reinventan el comercio y la cultura popular, sosteniendo el mito y la esperanza sobre los escombros de la crisis.
En los últimos años, la violencia vinculada al narcotráfico, la fragmentación social, la desatención al sistema de salud pública, y la desigualdad que separa al Puerto Santa Ana de Monte Sinaí, han puesto a prueba, una vez más, el alma de esta urbe.
Desde los antiguos huancavilcas que combatieron a los conquistadores, hasta los artesanos que reconstruyeron cada calle después de los incendios; desde las madres que venden encebollado a las seis de la mañana en las veredas del Suburbio, hasta los jóvenes que alzan su voz contra la violencia y el olvido, la ciudad sigue vibrando. El guayaquileño no se doblega: construye, trabaja, canta, pero también se levanta para protestar por sus derechos conquistados. Su bandera no es solo azul y blanco: es sudor, es historia, es dignidad.
UNA CIUDAD QUE NO TEME AL PORVENIR
Hoy, después de 490 años desde su fundación definitiva es momento de apostar por un Guayaquil con justicia social, con acceso digno a salud, vivienda, educación. Que incluya al migrante, al afrodescendiente, al montuvio, al campesino y al niño del cerro. Una ciudad que no solo brille en sus centros comerciales, sino también en sus cooperativas olvidadas.
Guayaquil no es una estatua de bronce ni una postal desgastada. Es una urbe palpitante, herida, orgullosa. Una ciudad que ha hecho de la adversidad su escuela, y de la libertad casi su religión.
Y por eso, este 25 de julio, cuando en la ciudad suenen las bandas, y se escuchen los fuegos artificiales y discursos oficiales, conviene también recordar en silencio: que Guayaquil no fue regalo, sino conquista. No fue concesión, sino resistencia. Y que su verdadero escudo no está en el bronce, sino en el alma de su gente.
¡Loor a Guayaquil, la ciudad que no se rinde!
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