Miguel Ángel Rojas Pizarro
Profesor de Historia – Psicólogo Educacional – Psicopedagogo.
psmiguel.rojas@hotmail.com
En Chile todavía quedan temas que se hablan en voz baja. Uno de ellos probablemente el más sensible es el sistema previsional de las Fuerzas Armadas. Mientras el país discute reforma tras reforma para mejorar pensiones civiles que en promedio apenas superan los $400 mil, existe un régimen paralelo, silencioso y protegido, donde miles de personas se jubilan a los 45 o 50 años con ingresos que duplican o triplican los del resto de la población. Y lo más grave: muchas de esas personas siguen trabajando, a veces nuevamente en el Estado, mientras reciben su pensión completa.
El reciente caso del senador Jorge Vial volvió a iluminar este tabú. La polémica no se centra solo en él como individuo, sino en lo que simboliza: Un sistema que permite acumular una pensión militar cercana a los $5 millones y, al mismo tiempo, recibir la dieta parlamentaria y asignaciones que superan los $30 millones mensuales. Todo en plena edad productiva.
La pregunta es obvia y profundamente incómoda: ¿Por qué el Estado chileno jubila a personas jóvenes, sanas y plenamente capaces de continuar trabajando, pagándoles durante 20 o 30 años por una supuesta “inactividad” que en realidad no existe?
El absurdo de jubilar a los 45 en un país sin guerras. Chile no ha tenido una guerra en más de 150 años. No vivimos bajo amenaza militar constante ni enfrentamos riesgos que justifiquen esquemas de retiro temprano propios de países en conflicto permanente. Sin embargo, mantenemos reglas previsionales diseñadas para ejércitos de otra época.
Un suboficial se jubila en promedio con un millón de pesos a los 50 años. Un coronel o general, con más de tres millones a los 45 o 48. En contraste, un profesor o profesora se jubila a los 65 años con $400 mil después de 40 años de servicio. ¿Dónde está la justicia en eso? ¿Y dónde la racionalidad fiscal?
Mientras el país reclama hospitales, escuelas, psicólogos para los estudiantes, médicos especialistas para regiones, salas cuna y un sistema de salud digno, miles de millones de pesos se van cada mes a financiar pensiones completas de personas que siguen trabajando, muchas veces dentro del mismo sector público o recontratadas por la misma institución que los jubilo meses atrás.
El caso del general (r) Vial es solo un espejo. Refleja un sistema que permite que alguien en plena capacidad laboral reciba una pensión destinada, en teoría, a compensar la “pérdida de ingresos” por el retiro, pero que en la práctica se transforma en un bono vitalicio acumulable con otros sueldos estatales. Y no es un caso aislado: es una práctica extendida.
El Estado pierde así décadas de trabajo calificado y, simultáneamente, paga por una pensión que no responde a ninguna pérdida real de ingresos. Es un absurdo desde toda perspectiva: humana, económica y ética.
¿Por qué no hablamos de esto? Porque existe un temor cultural a cuestionar privilegios militares. Porque las FF.AA. gozan de legitimidad histórica. Porque la clase política, de izquierda y derecha, no quiere enfrentarse a un grupo que ha sido considerado “intocable”. Pero la democracia madura cuando toca sus temas incómodos.
No se trata de atacar a las Fuerzas Armadas. Se trata de reconocer que en una sociedad que exige equidad, transparencia y responsabilidad fiscal, no pueden existir grupos de ciudadanos con beneficios desproporcionados financiados por todos.
Ningún candidato presidencial ni de gobierno ni de oposición ha puesto este tema sobre la mesa. Y, sin embargo, pocas áreas ofrecen un potencial tan grande de ahorro fiscal sin sacrificar derechos básicos.
Revisar la edad de retiro militar, regular la acumulación de pensión y sueldo estatal, imponer topes, garantizar transparencia y permitir permanencia laboral hasta edades equivalentes al sector civil no es un ataque: es un acto de justicia y sentido común.
Chile necesita recursos y los tiene, pero los usa mal. El país no puede seguir financiando pensiones millonarias a los 45 años mientras sus profesores, asistentes, enfermeras y trabajadores se jubilan con montos que no alcanzan para vivir.
Incorporar este debate en la campaña presidencial sería, más que un gesto de valentía, una señal de respeto hacia la ciudadanía que lleva años esperando cambios que nunca llegan. Sería también una oportunidad de verdad: La oportunidad de decir que el Estado no puede seguir siendo un administrador de privilegios heredados, sino un garante de derechos equitativos.
Al final, lo que está en juego no es el general Vial ni un grupo de militares. Lo que se discute es qué país queremos construir. Uno donde algunos pueden jubilar a los 45 con tres o cinco millones mientras otros trabajan hasta los 67 para recibir $400 mil. O uno donde la equidad y la responsabilidad fiscal se aplican a todos por igual. Chile necesita esta conversación. Y la necesita ahora en este debate presidencial.
Un país muestra su alma en cómo distribuye sus recursos

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