Hay derechos que hoy se nombran con una liviandad inquietante, como si hubieran existido desde siempre. El derecho a descansar, a organizarse, a atenderse en salud, a jubilar, a vivir sin miedo. Pero rara vez se dice lo esencial: cada uno de esos derechos costó vidas humanas. No metáforas. No discursos. Vidas reales.
La historia social de Chile y de América Latina no está escrita solo en leyes ni en constituciones, sino en sangre. En cuerpos castigados, en nombres que incomodan. Obreros fusilados, mujeres reprimidas, trabajadores perseguidos, pueblos completos declarados prescindibles cuando se atrevieron a exigir dignidad. La Matanza de la Escuela Santa María de Iquique, en diciembre de 1907, no fue un exceso ni un error: fue una decisión política. Miles de trabajadores del salitre, junto a sus familias, fueron asesinados por pedir lo mínimo. No querían privilegios. Querían vivir un poco mejor que la miseria impuesta por un sistema que los necesitaba obedientes y silenciosos.
El historiador Alberto Edwards, desde una mirada conservadora y elitista, describió tempranamente un rasgo estructural de nuestra historia política: la existencia de una fronda aristocrática, una élite chilena que, más que gobernar en función del bien común, ha oscilado históricamente entre el control del poder y la desconfianza permanente hacia el pueblo cuando este intenta organizarse o intervenir en la vida pública.
La fronda aristocrática en palabras simples ha preferido el orden antes que la justicia, la estabilidad antes que la dignidad, la paz social antes que la igualdad real.
En ese contexto histórico nació algo que hoy parece difuso, incluso incómodo de nombrar: La conciencia de clase. No como consigna ideológica, sino como experiencia vital compartida. Los trabajadores sabían quiénes eran, quiénes mandaban y por qué su pobreza no era culpa individual, sino resultado de una estructura injusta. Esa conciencia no se aprendía en libros: se forjaba en el hambre, en el campamento, en la huelga y en la represión.
La conciencia de clase fue, en el fondo, la respuesta popular a la fronda aristocrática. Frente a una élite que se organizaba para conservar privilegios, el pueblo aprendió a reconocerse como sujeto histórico. Por eso la violencia del Estado no fue accidental ni desmedida: fue preventiva. Buscaba quebrar no solo cuerpos, sino también vínculos, memoria y organización.
Años después, figuras como Antonio Ramón Ramón hermano de una de las víctimas de Santa María encarnaron esa fractura irreparable entre pueblo y poder. Su atentado contra el general Silva Renard, responsable de los asesinatos de los obreros, no fue solo venganza personal: fue la expresión desesperada de alguien que entendió que la institucionalidad no haría justicia por los suyos. Cuando el Estado protege a la élite y abandona al pueblo, la desesperación ocupa el lugar de la política.
Algo similar ocurrió en la Patagonia argentina en 1922. Mientras el ejército fusilaba a miles de obreros rurales, cinco trabajadoras sexuales del prostíbulo La Catalana, en Puerto San Julián, dijeron “no a sus clientes”. No a los soldados. No a los asesinos. No a celebrar la muerte obrera. Desde el lugar más despreciado por la moral conservadora, esas mujeres dieron una lección que aún incomoda: la dignidad no depende del cargo, del oficio ni del reconocimiento social. Su gesto fue profundamente político, porque reconocieron que ellas también eran parte del mismo pueblo explotado.
Gracias a esas luchas dolorosas, riesgosas, muchas veces solitarias el siglo XX conoció avances reales: derechos laborales, seguridad social, educación pública, salud entendida como derecho y no como negocio. Pero la historia no avanza en línea recta. Hoy asistimos a un retroceso silencioso y peligroso: la pérdida de la conciencia de clase, justo cuando las desigualdades vuelven a profundizarse.
El neoliberalismo no solo precarizó salarios y pensiones. Hizo algo más profundo: nos convenció de que estamos solos. De que ya no existen clases sociales, sino individuos que “lo lograron” y otros que “no se esforzaron lo suficiente”. La palabra “trabajador” fue reemplazada por “emprendedor”. La explotación por “oportunidad”. La desigualdad por “mérito”. La fronda aristocrática ya no necesita fusiles: le basta con el relato.
El resultado es una sociedad fragmentada, donde el sufrimiento se vive en silencio. Adultos mayores que no sobreviven con sus pensiones. Personas que mueren esperando atención médica. Trabajadores enfermos por condiciones laborales indignas. Casos como el de Eduardo Miño, que se inmoló frente a La Moneda en 2001 denunciando el asbesto, no son anomalías: son síntomas de un sistema que volvió a naturalizar el sacrificio humano en nombre del mercado.
Cuando la conciencia de clase se diluye, la injusticia se vuelve invisible. Ya no hay un “nosotros” que se reconozca explotado, sino millones de biografías aisladas intentando sobrevivir. Y cuando la política deja de canalizar ese malestar colectivo, reaparecen respuestas desesperadas, individuales, muchas veces autodestructivas.
Recordar las matanzas, las rebeliones olvidadas, los cuerpos que pagaron el precio de los derechos no es un ejercicio ideológico. Es una urgencia ética. Porque cada vez que se relativiza un derecho social, se traiciona una historia escrita con sangre. Porque los derechos no son naturales ni eternos: se conquistan, se defienden o se pierden.
Tal vez la gran tarea de nuestro tiempo no sea inventar nuevas consignas, sino recuperar la memoria. Volver a entender que lo que hoy parece normal fue impensable alguna vez. Que hubo personas que murieron para que otros vivieran con un poco más de dignidad. Y que mientras la fronda aristocrática conserve el control del relato, la conciencia de clase seguirá siendo una amenaza. La historia ya nos mostró el costo de aprender tarde. Ojalá no tengamos que volver a escribirla con nuevos muertos.
Miguel Ángel Rojas Pizarro Profesor de Historia – Psicólogo Educacional – Psicopedagogo psmiguel.rojas@hotmail.com

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