A 52 años del asesinato del comandante Arturo Araya Peeters.
No todos los héroes caen en Iquique.
Por: Miguel Angel Rojas Pizarro:. Psicólogo Educacional – Profesor de Historia – Psicopedagogo. @Soy_Profe_Feliz – www.miguelrojas.cl
En los libros de historia oficiales hay nombres que brillan por su ausencia. Nombres que incomodan, que no calzan con la narrativa del vencedor, que perturban el relato de quienes decidieron que patria y poder solo para algunos eran lo mismo. Uno de esos nombres es Arturo Araya Peeters, capitán de navío y edecán naval del presidente Salvador Allende.
A 52 años de su asesinato, ocurrido el 27 de julio de 1973, Araya sigue sin ser reconocido como corresponde por la institución a la que sirvió con lealtad: la Armada de Chile. Solo realizo un tibio homenaje en 2006. No hay salas con su nombre. No hay honores, ni gestos simbólicos. No hay cadetes o marineros que estudien su historia como parte de una ética militar comprometida con la República. Solo hay silencio. Un silencio espeso, incómodo, culpable.
Porque nombrar a Araya es también nombrar la posibilidad de otra historia. Una donde las armas no se vuelven contra el pueblo, donde la obediencia no reemplaza la conciencia, donde la lealtad a la Constitución vale más que las órdenes de un almirante o generales conspiradores.
Un marino leal en tiempos de traición. Arturo Araya no fue un revolucionario. No pegaba panfletos en las calles ni arengaba multitudes en sedes políticas. Era, como tantos otros, un hombre de uniforme que creía que su juramento era con el pueblo y la ley, no con la ideología ni con la ambición de poder personal, ni con la elite empresarial. Su rol como edecán naval lo colocaba en una posición estratégica: era el puente entre la Armada y el presidente Allende, un interlocutor respetado, sereno, capaz de mantener abiertas las vías de comunicación en un país que se deshacía por la desconfianza y el fanatismo político.
Pero su figura representaba un problema. No era golpista, pero tenía influencia. No era subversivo, pero tenía convicciones. No obedecía al miedo, sino a su deber de vencer o morir por su patria e institución. Por eso, para quienes tramaban el golpe, su sola existencia era una amenaza.
El 27 de julio de 1973 fue asesinado frente a su domicilio, a plena luz de la madrugada. Las primeras versiones culparon a extremistas de izquierda, pero las investigaciones de la periodista Mónica González y las pericias judiciales revelaron una verdad más incómoda: el crimen fue ejecutado por miembros de la ultraderecha, con apoyo desde dentro de la Armada (González, 1984; CIPER, 2023).
Su muerte fue política. Fue estratégica. Fue una advertencia para los oficiales que aún creían en la legalidad democrática. El mensaje era claro: “quien no se alinea con nosotros, será eliminado”.
La dictadura cívico-militar que se instauró semanas después borró cuidadosamente su nombre de los relatos oficiales. La Armada de Chile no reivindicó su figura. No solo no honró su memoria: la negó. Porque recordarlo implicaba aceptar que hubo oficiales leales a la democracia, y eso desmontaba el discurso fundacional de la “salvación nacional”.
A 52 años, ese silencio persiste. La Armada de Chile sigue sin pronunciar su nombre. Sin embargo, no hay olvido que dure más de cien años. Desde la sociedad civil, desde las aulas, desde la memoria popular, el comandante Arturo Araya empieza a ser recuperado como lo que fue: un mártir republicano. No murió por un partido político. No murió por una ideología. Murió por un principio. Y eso lo convierte en una figura profundamente ética y transversal. Un símbolo de lo que Chile pudo ser, y no fue.
La historia nos ha enseñado que las estructuras reproducen ideología, y que todas las sociedades hasta hoy son, en palabras de Marx, la historia de la lucha de clases. Esta lucha no se da solo en las fábricas o en los parlamentos, sino también en las instituciones armadas, donde la obediencia puede convertirse en una herramienta para consolidar el poder de una clase dominante sobre otra.
En ese marco, Arturo Araya representa una anomalía histórica. Era un oficial que se negó a actuar como un instrumento del poder de clase. No se subordinó al mandato de la oligarquía, ni obedeció ciegamente a los intereses de los sectores que veían en el gobierno de Allende una amenaza para sus privilegios económicos y políticos. Araya encarnó una lealtad superior: no hacia una persona o ideología, sino hacia el pueblo soberano y el marco constitucional.
Su asesinato fue, por tanto, más que un crimen político: fue un acto de disciplinamiento de clase dentro de las Fuerzas Armadas. Se eliminó a un símbolo que demostraba que era posible otra forma de ser militar, uno que no sirviera como brazo armado de la élite, sino como garante del orden democrático y la justicia republicana.
La lucha de clases se expresó, en su caso, en forma de bala. Porque su sola existencia desmentía la narrativa que justificó el golpe como “necesario” para salvar a la patria. El comandante Araya era la prueba viviente de que dentro de la propia oficialidad naval existían voces comprometidas con la legalidad y la ética republicana. Y por eso fue silenciado.
Una figura pedagógica para Chile: en las aulas, en la historia, en las Fuerzas Armadas. La memoria de Arturo Araya no solo interpela al poder político o a la Armada de Chile; también representa una oportunidad pedagógica urgente. Su historia debería formar parte del currículo escolar, universitario y militar como ejemplo de ética pública, compromiso republicano y conciencia crítica frente a las estructuras de dominación.
En las aulas escolares, hablar del comandante Araya es formar en ciudadanía, en el valor de la conciencia frente a la obediencia ciega, y en la capacidad de resistir incluso desde dentro de los aparatos institucionales. Su figura permite enseñar que la historia no es solo una cronología de hechos, sino también un campo de disputa simbólica sobre lo justo, lo heroico y lo verdadero.
En la formación universitaria especialmente en pedagogía, ciencias sociales y derecho, el caso de Araya es un insumo valioso para comprender cómo los sujetos históricos encarnan dilemas morales complejos, y cómo las decisiones individuales pueden alterar, aunque sea mínimamente, el curso de los acontecimientos. Tal como señala Paulo Freire (1970), la educación auténtica es siempre una praxis liberadora, y solo es posible cuando el sujeto se reconoce como actor de su tiempo y no como objeto del discurso del poder.
Pero quizás donde más urge su enseñanza es dentro de las propias Fuerzas Armadas. Allí, la historia de Araya puede ser una guía para repensar el rol del militar no como ejecutor automático de órdenes, sino como ciudadano con derechos y deberes ante la Constitución y el pueblo. Tal como ha advertido Aguayo (2016), la formación ética en las instituciones armadas en América Latina sigue siendo una deuda pendiente, especialmente en contextos donde el autoritarismo aún deja huellas culturales profundas.
Recuperar a Arturo Araya como figura pedagógica es, en suma, sembrar valores de dignidad, coraje civil y lealtad democrática. Es enseñar que la conciencia de clase no es enemiga de la institucionalidad, sino su garantía más profunda cuando esta se pone al servicio del pueblo y no de las élites.
Un llamado a la Armada de Chile. En 2023, el presidente Gabriel Boric rindió un homenaje solemne a Arturo Araya en La Moneda, inaugurando una sala en su memoria. El gesto fue republicano, necesario, valiente. Pero también incompleto. Porque la Armada de Chile sigue pendiente de un acto de justicia interna, de un gesto institucional que no solo reconozca la figura del comandante Araya, sino que pida perdón por haber permitido por acción u omisión su asesinato.
Por ello, esta columna no busca solamente conmemorar, sino también reparar. Porque recordar al comandante Araya no es una tarea nostálgica, sino un deber político y pedagógico. Es una forma de contribuir a la construcción de una memoria republicana más íntegra; una que no seleccione a sus héroes según el bando que venció, sino según la dignidad de sus acciones.
Esta columna es, por tanto, un homenaje explícito al comandante Arturo Araya y a todos los marinos que, enfrentados a la tentación del poder absoluto, dijeron NO. No al golpe. No al terror. No a la traición del juramento institucional.
Referencias / Aguayo, S. (2016). Militares y democracia en América Latina: desafíos para una ética institucional. FLACSO-Chile.
- CIPER. (2023, julio 28). A 50 años del asesinato de Arturo Araya. https://www.ciperchile.cl
- Freire, P. (1970). Pedagogía del oprimido. Siglo XXI Editores.
- González, M. (1984). Los secretos del Comando Conjunto. Editorial Emisión.
- Magasich J. 2008. Los que dijeron que “No”: Historia del movimiento de los marinos antigolpistas de 1973. Volúmenes 1 y 2.
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