Por Miguel Ángel Rojas Pizarro: Psicólogo Educacional – Profesor de Historia – Psicopedagogo. @soy_profe_feliz
No hace falta un título ni una vestimenta especial para ser una buena persona. No necesitas pertenecer a ninguna iglesia para vivir con honestidad, ni aprender oraciones para tratar bien a los demás. Hay gente que simplemente… hace el bien. Sin decirlo. Sin esperar nada a cambio.
Y a veces —hay que decirlo— esas personas, que no se identifican con ninguna religión, viven con más compasión, humildad y coherencia que muchos que se sientan en la primera fila del templo, del culto o de la misa.
No se trata de atacar la fe. La fe verdadera es un motor hermoso, que acompaña, que consuela, que une. Pero hay una diferencia muy grande entre creer… y parecer creer. Entre vivir la bondad… y hablar de ella sin practicarla.
Conozco personas que no llevan cruces, ni biblias, ni símbolos en el pecho. Pero sí llevan luz en las manos. La ponen al servicio de otros. Ayudan en silencio, cuidan con ternura, escuchan con respeto, trabajan con amor. Y eso, para mí, vale más que cualquier sermón.
Porque, al final del día, uno no es lo que dice ser. Uno es lo que hace cuando nadie lo mira. Ahí se ve de qué estamos hechos. En la forma en que tratamos al que no puede devolvernos el favor. En cómo actuamos cuando podríamos aprovechar una ventaja… y elegimos no hacerlo. En cómo cuidamos al otro, aunque no nos conozcamos.
Hay una historia que me gusta mucho. Un viajero vio a dos hombres construyendo un muro. Uno tenía herramientas relucientes y decía con orgullo que era un gran constructor, que seguía planos sagrados. El otro, con ropas simples y manos gastadas, solo dijo: “Pongo cada piedra con amor, para que quienes vengan encuentren belleza y refugio”. Esa noche, el viajero escribió: “Vi a un hombre con herramientas… ya otro con el corazón cubierto de luz” .
Eso es. No se trata de que todos pensemos igual, ni que creamos lo mismo. Se trata de vivir con verdad. De que nuestros actos hablen por nosotros. De que cuando estemos lejos del “templo” —el que sea para cada uno— sigamos siendo coherentes con lo que decimos creer.
Hay personas buenas en todas partes. Y muchas veces, las más nobles no tienen púlpito, ni altar, ni red social. Están en la cocina de una casa, en un hospital rural, en un aula con niños difíciles, en una marcha con pancartas, en un taller lleno de tierra… Y ahí, con cada gesto, construyen un mundo un poco más justo.
En el Evangelio según Mateo (21,12), Jesús entra al templo y ve que lo han convertido en un mercado. Mesas de cambio, palomas enjauladas, intereses disfrazados de fe. Y en un acto tan justo como radical, las derriba:
“Mi casa será llamada casa de oración; pero ustedes la han convertido en una cueva de ladrones”.
No era solo una escena de furia. Era una denuncia profunda: El espíritu se había perdido bajo el negocio, el símbolo se había vaciado de sentido. Jesús no atacó la fe. Atacó el abuso de la fe.
Y eso sigue pasando hoy, cuando se predica el amor, pero se vive el juicio. Cuando se alzan templos, pero se olvidan las calles. Cuando se ven túnicas, pero se olvidan los actos. Como decía Gandhi: “No me preocupa la religión de los hombres, me preocupa si son bondadosos o no”.
Y es que, al final, hay personas buenas en todas partes. Algunas están en iglesias, otras no. Algunos meditan en silencio, otros ayudan en un hospital, o enseñan con paciencia en una sala de clases. Todas ellas construyen algo más grande, aunque no lo sepan.
No llevan mandil, ni túnicas, ni sotanas. Pero brillan. Porque la luz que llevan viene de adentro. Y tú… cuando nadie te ve… ¿qué estás construyendo en el mundo?