“El fascismo se instala cuando la violencia se normaliza en lo cotidiano y se convierte en un lenguaje político”.
(Arendt, 1951, p. 36)
Hoy, más allá de las camisetas, todos los equipos de fútbol del continente estamos con la Universidad de Chile.
El pasado 20 de agosto, la Universidad de Chile vivió una de sus jornadas más amargas fuera de la cancha. Durante su visita a Argentina, específicamente en Buenos Aires para disputar la Copa Sudamericana versus Independiente de Avellaneda, hinchas azules fueron víctimas de una brutal represión policial en las tribunas, en medio de un clima hostil marcado por insultos, golpes y un trato desmedido por parte de la barra del equipo de Avellaneda y la seguridad local. Las imágenes de familias y jóvenes intentando resguardarse del gas y los bastonazos dieron la vuelta al continente, despertando solidaridad en todo Chile y evidenciando que lo ocurrido no puede explicarse como un hecho aislado, sino como un síntoma de algo más profundo: La violencia normalizada en el fútbol y en nuestra vida cotidiana en nuestro contitente.
Aunque soy hincha de Colo Colo y vibro cada vez que la pelota rueda sobre el césped, quiero comenzar diciendo desde el corazón: todos los amantes del fútbol, más allá de los colores de la camiseta, somos una sola familia. Una familia atravesada por la pasión, la historia y la cultura popular. Y por eso mismo, lo que ocurrió en Argentina con los hinchas de la Universidad de Chile no puede ser entendido como un hecho aislado ni reducido a una pelea de barras. Fue un episodio de violencia que refleja cómo los discursos nacionalistas y autoritarios resurgen en nuestra región bajo nuevas formas, expresando lo que en palabras simples podemos llamar fascismo.
El fascismo no es teoría: es violencia cotidiana. Cuando hablamos de fascismo, no nos referimos únicamente a un concepto filosófico encerrado en una cátedra universitaria. No es un ejercicio teórico ni una palabra lejana. El fascismo se expresa en lo concreto: En la violencia ejercida contra el otro, en la brutalidad policial justificada por la bandera o bajo la frase “Por la Patria”, en el rival deportivo convertido en enemigo. Lo que vimos en el estadio argentino fue eso: Nacionalismo exacerbado traducido en golpes, insultos y barbarie.
Como advertía Arendt (1951), el totalitarismo nace en sociedades fragmentadas, donde los individuos se sienten aislados y sin comunidad. La violencia, entonces, se convierte en un lenguaje político aceptado. En el mismo sentido, Gramsci (1971) planteaba que en tiempos de crisis las élites buscan mantener la hegemonía alimentando divisiones y generando consensos a través del miedo. Lo ocurrido en Argentina responde a esa lógica: mientras dirigentes y autoridades miraban hacia otro lado, lo que importaba no eran las personas, sino los puntos en la tabla.
Eduardo Galeano, en Las venas abiertas de América Latina, nos recordaba que este continente siempre ha cargado con una herida abierta: la de la explotación, la desigualdad y la represión contra los sectores populares (Galeano, 1971). El fútbol, como parte de la cultura del pueblo, no escapa a esas dinámicas. Lo que pasó en Argentina no es distinto de lo que vemos en Chile, Brasil o Colombia: la represión se dirige casi siempre contra los jóvenes, los pobres, los hinchas que encarnan la pasión de las mayorías.
No olvidemos que en Chile la violencia policial ya ha costado vidas. El caso de Jorge Mora, atropellado por Carabineros en 2020 a la salida del Estadio Monumental, es una herida aún abierta (Cooperativa, 2020). Y su nombre se suma a otros episodios en los últimos diez años donde la represión estatal encontró en el fútbol un terreno de castigo y muerte. Cuando el Estado actúa así, el fascismo avanza disfrazado de orden.
Diego Armando Maradona, con toda su historia de luces y sombras, dejó una frase inmortal en su partido homenaje: “La pelota no se mancha”. Esa afirmación sigue vigente porque recuerda que el fútbol no pertenece a los burócratas, ni a los gobiernos, ni a los empresarios. El fútbol es del pueblo. Y cuando la violencia, el mercado o la represión lo manchan, lo que se pierde es mucho más que un partido: se pierde parte de nuestra identidad colectiva.
Históricamente, el fútbol nació en los barrios obreros y en los puertos. Fue un refugio y un lenguaje de resistencia frente a las élites. Estudios como los de Archetti (1999) y Giulianotti (2002) muestran cómo el fútbol en América Latina se convirtió en un espacio de identidad popular y de construcción comunitaria. Sin embargo, en Chile ese espíritu fue muriendo lentamente con la llegada de las sociedades anónimas deportivas (SADP).
En nombre de la modernización, se privatizó a los clubes, se borró la memoria de las instituciones y se transformó a los hinchas en clientes. Colo Colo, la U, la UC y tantos otros equipos dejaron de ser de los socios y de los barrios para pasar a ser manejados como empresas. Esa lógica mercantil también es una forma de violencia, porque despoja al pueblo de su patrimonio cultural. Allí, en ese despojo, también anida el fascismo: en el vaciamiento de sentido, en la expulsión de la comunidad de su propio lugar de encuentro.
Frente a todo esto, la respuesta no puede ser el silencio ni la normalización. Debemos educar sin nacionalismos, sin odios, sin convertir al rival en enemigo, porque lo que está en juego no es solo un deporte, sino la convivencia democrática de nuestros pueblos. Lo que ocurrió en Argentina nos muestra que el fascismo no llega vestido de camisas negras, ni con discursos académicos: llega en forma de insulto, de golpe, de un joven caído en el estadio.
Por eso, como diría Galeano (1971), la memoria es un acto de resistencia. Recordar que el fútbol es patrimonio del pueblo, que la pelota no se mancha, es una forma de defender no sólo el deporte, sino también la dignidad de nuestras sociedades.
El verdadero adversario en la cancha de la historia no es Colo Colo, la U, Alianza de Lima, Bolívar, River o Boca Juniors. El único rival que debemos enfrentar como familia futbolera es. el fascismo y la violencia organizada que se infiltra en algunas barras bravas y con ello no quiero generalizar a las hinchadas y su fervor popular que vibra toda la familia. A ese sí hay que marcarle goles, golearlo con solidaridad, derrotarlo con memoria, expulsarlo con dignidad. Porque sólo cuando entendamos que la pelota nos une y que “la pelota no se mancha” (Maradona, 2001), podremos decir que hemos jugado el partido más importante y lo hemos ganado como pueblos.
Pero no todo está perdido. Si el fútbol nació en los barrios obreros y en los puertos, también puede volver a ser espacio de encuentro, educación y comunidad. Las escuelas, los clubes de barrio, las hinchadas conscientes y los propios jugadores tienen la posibilidad de recuperar la esencia de este deporte: la fraternidad. Cuando el balón rueda en una pichanga improvisada en la tierra, entre niños que ríen sin importar la camiseta, recordamos que la pelota une más de lo que divide.
La salida está en educar sin odio, construir memoria colectiva y devolver el fútbol al pueblo. Sólo así podremos decir, con Maradona, que “la pelota no se mancha”. Y entonces sí, habremos ganado el partido más importante: el de la dignidad y la esperanza compartida en nuestras canchas y en nuestras sociedades.
Por: Miguel Ángel Rojas Pizarro:. / Psicólogo Educacional - Profesor de Historia - Psicopedagogo. / @Soy_Profe_Feliz - www.miguelrojas.cl
Referencias
- Arendt, H. (1951). Los orígenes del totalitarismo. Nueva York: Harcourt Brace.
- Archetti, E. (1999). Masculinities: Football, Polo and the Tango in Argentina. Oxford: Berg.
- Cooperativa. (2020, 29 de enero). Hincha de Colo Colo murió atropellado por un carro de Carabineros tras partido en el Monumental. Radio Cooperativa. https://www.cooperativa.cl
- Galeano, E. (1971). Las venas abiertas de América Latina. Montevideo: Siglo XXI Editores.
- Gramsci, A. (1971). Selections from the Prison Notebooks. Nueva York: International Publishers.
- Giulianotti, R. (2002). Supporters, Followers, Fans, and Flâneurs: A Taxonomy of Spectator Identities in Football. Journal of Sport & Social Issues, 26(1), 25–46.
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