El Ecuador vive un bucle de conflictividad social que se repite con obstinación, donde la protesta indígena emerge como voz colectiva frente a la desigualdad y la represión estatal intenta sofocar demandas que nunca encuentran respuesta. Tres hitos recientes —2019, 2022 y 2025— muestran cómo las calles se convierten en escenario de resistencia y memoria, mientras la deuda histórica con los pueblos indígenas sigue intacta.
En octubre de 2019, el Decreto 883 encendió la chispa del descontento. El gobierno de Lenín Moreno eliminó los subsidios a los combustibles en nombre de la austeridad pactada con el Fondo Monetario Internacional. La medida golpeó a los más pobres y desató una ola de indignación liderada por la CONAIE. Once días de protesta dejaron once muertos y más de mil heridos. El símbolo de mujeres indígenas marchando con las manos alzadas se convirtió en imagen de dignidad frente a la violencia. Finalmente, la presión social obligó al Ejecutivo a derogar el decreto, marcando una victoria para la resistencia civil.
Tres años después, en junio de 2022, la historia se repitió con otros matices. Bajo Guillermo Lasso, el alza del costo de vida, la expansión extractivista y el abandono social detonaron una nueva ola de manifestaciones. La agenda de diez puntos exigía control de precios, moratoria de deudas y respeto a los derechos colectivos. La represión dejó seis fallecidos y cientos de heridos, confirmando que la respuesta del Estado permanecía atada a la fuerza antes que al diálogo. Tras dieciocho días de paralización, un acuerdo parcial redujo precios de combustibles y alivió deudas familiares, pero no resolvió las causas estructurales.
En septiembre de 2025, el conflicto se trasladó a Cuenca. La defensa del agua y del páramo de Kimsakocha movilizó a más de 100.000 personas contra el proyecto minero Loma Larga. A diferencia de protestas anteriores, esta vez la movilización contó con un sólido respaldo institucional: la municipalidad, la iglesia y organizaciones sociales marcharon unidas. La "Quinta River" mostró que el movimiento indígena y ambientalista no solo resiste, sino que se reinventa, ampliando alianzas y legitimidad en el territorio.
El telón de fondo de estas protestas es una realidad de pobreza persistente. Para 2024, el 28% de los ecuatorianos vivía en pobreza y el 12,7% en pobreza extrema, con comunidades indígenas que superaban el 80%. Mientras tanto, los recursos nacionales se dirigían prioritariamente al pago de una deuda externa de 85.000 millones de dólares, sacrificando salud, educación e infraestructura. El modelo económico subordinado al FMI profundizó el abismo social y mantuvo a los sectores populares al margen del bienestar prometido.
La crisis de seguridad añade otra capa al problema. Con una tasa de homicidios de 38,8 por cada 100.000 habitantes en 2024, Ecuador se sumerge en una violencia que condiciona la vida cotidiana. El gobierno de Daniel Noboa respondió declarando un “conflicto armado interno” y recurriendo a estados de excepción. Organizaciones de derechos humanos denuncian que estas medidas se convierten en excusas para criminalizar la protesta y limitar libertades, afectando de manera particular a comunidades indígenas y campesinas.
La disputa también se libra en el terreno mediático. Mientras los medios corporativos encuadran las protestas como actos vandálicos que atentan contra la democracia, los medios comunitarios indígenas visibilizan las demandas y denuncian la represión. En 2019, el 67% de los twits con el hashtag #Cacerolazo expresaban oposición al gobierno, desafiando la narrativa oficial. Este choque de relatos demuestra que la batalla política se juega tanto en las calles como en las pantallas.
La constante de este ciclo es la incapacidad de los gobiernos para atender las causas profundas del malestar: desigualdad estructural, racismo histórico y un modelo económico basado en extractivismo y deuda. El resultado es un país atrapado entre promesas incumplidas y una protesta social que, lejos de extinguirse, se fortalece con cada embate.
La marcha de Cuenca en 2025 revela que la movilización social conserva vitalidad y se adapta a nuevos escenarios. Hoy no se trata solo de subsidios o precios, sino del derecho al agua, a la tierra y a la vida digna. El movimiento indígena, acompañado por sectores urbanos y ambientales, plantea un ultimátum al gobierno: atender demandas de fondo o enfrentar el fantasma de un nuevo levantamiento nacional.
El desafío inmediato para Daniel Noboa es romper con este ciclo de violencia y deuda histórica. El país requiere diálogo genuino, políticas públicas inclusivas y un cambio de prioridades que coloque al ser humano por encima de la deuda y del extractivismo. Si ello no ocurre, Ecuador seguirá repitiendo la historia, como un eco incesante que recuerda que la protesta indígena no es una coyuntura, sino la expresión viva de una deuda pendiente con la justicia social.(JECP)
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