El joven empresario Daniel Noboa, heredero del imperio bananero más poderoso de Ecuador y rostro amable de la derecha neoliberal, ha sido reelegido presidente con el 56% de los votos, frente al 44% obtenido por Luisa González, candidata del correísmo. Con el 95% de las actas escrutadas, la diferencia ronda los 12 puntos. La victoria se presenta como arrolladora, pero lo que hay detrás es una maquinaria estatal desplegada para aplastar a la oposición, coartar derechos y blindar el continuismo de un proyecto político profundamente clasista, elitista y represivo.
Noboa no se ha limitado a hacer campaña. Ha utilizado el poder ejecutivo para condicionar el resultado, decretando un estado de excepción en 7 de las 24 provincias del país y en Quito, justo antes de las elecciones. El toque de queda nocturno, el despliegue de fuerzas armadas y la intimidación en los barrios populares no fueron hechos aislados: fueron parte de una estrategia premeditada para desmovilizar al electorado progresista. Lo denunció González desde el principio y lo repitió con firmeza tras conocerse los resultados: “El abuso del poder nunca pidió licencia, usó al Consejo Nacional Electoral para atropellar la democracia”.
El recuento, según la candidata de Revolución Ciudadana, está viciado. Y no es un delirio: la desconfianza hacia el Consejo Nacional Electoral (CNE) ha crecido en los últimos años por su falta de transparencia y su sumisión al poder económico y político. González exige abrir las urnas, pero se enfrenta a un aparato que ya se presenta como ganador sin admitir objeciones.
Desde su residencia de lujo en Olón, sin ni siquiera atreverse a salir a la calle, Noboa lanzó un discurso sin entusiasmo y sin pueblo. Gobernará hasta 2029 sin haber recibido el calor popular en la noche de su victoria, y habiendo sembrado dudas legítimas sobre la limpieza del proceso electoral.
CORREÍSMO PERSEGUIDO, DERECHA BLINDADA
La elección no ha sido libre ni justa. Se celebró en un clima de miedo, militarización y persecución ideológica. Noboa supo instrumentalizar el terror cotidiano provocado por el narcotráfico —en parte, consecuencia directa de las políticas neoliberales de desmantelamiento del Estado— y dirigirlo contra el correísmo. La muletilla “Ecuazuela” sirvió para demonizar a su adversaria, aunque la realidad es que Ecuador es hoy el país más violento de América Latina. El presidente no ha frenado esa violencia: la ha usado para perpetuarse.
El relato impuesto por los medios afines al poder económico repite el mantra de la corrupción correísta mientras ignora los vínculos del propio Noboa con las élites que saquean el país desde hace décadas. Álvaro Noboa, su padre, sigue siendo el hombre más rico de Ecuador. Y su hijo gobierna como CEO de una empresa llamada Ecuador S.A., blindando privilegios y recortando derechos.
La juventud, el colectivo más golpeado por la precariedad, el desempleo y la falta de oportunidades, ha sido la diana preferida del populismo punitivo de Noboa. Miles de jóvenes ven cómo se cierran puertas mientras se llenan las cárceles, cómo se recorta en educación mientras se multiplican los operativos policiales. Pero en un país devastado por el miedo y la desesperanza, el discurso de la mano dura sigue calando. Y el correísmo, lastrado por el exilio forzado de Correa y su desgaste político, no logra recomponer una mayoría social lo suficientemente cohesionada.
González tuvo dificultades para seducir al voto indígena, que representó un 5% en febrero. Su tibieza en temas estructurales, la desmovilización de algunos sectores sociales y la criminalización sistemática de la izquierda han hecho el resto. La derecha sabe jugar sus cartas. La izquierda, entre la resistencia y la fractura, tiene ante sí el reto de reorganizarse sin renunciar a su programa.
Las encuestas erraron de nuevo, como tantas veces. Mostraban un empate técnico, pero la derecha sabía como manejaría la situación.