Eduardo Miranda nació en un modesto hogar de Cinco Esquinas de Tibás, San José, Costa Rica, hacia finales de la década de 1940. Era un niño despierto, de mirada resuelta y silenciosa nobleza. La vida, desde temprano, le enseñó que el sudor del día era el pan de la tarde. Hijo de don Eduardo, un hombre recto y silencioso, y doña Betty, mujer cálida y firme, Eduardo aprendió a obedecer, a servir y a soñar. A diario, hacía mandados, barría el corredor, limpiaba los zapatos de su padre, y con una bolsa de lona al hombro se iba al centro de San José, donde se ofrecía a jalar bolsas repletas de víveres, verduras y maletas a los compradores de las ferias campesinas. Allí, entre voces de mercado y el aroma de las frutas, forjaba carácter y propósito.
Mientras tanto, a un océano de distancia, en Delle Camere, una aldea serena en las colinas de Italia, Antonieta Di Giambattista crecía entre las ruinas de una Europa lacerada por la guerra. Pero su hogar, iluminado por la templanza de su madre Elvira y el temple de su padre Pietro, era un rincón donde sobrevivía el decoro, la dulzura y el arte de la esperanza. Desde pequeña fue instruida en el buen hablar, el bordado, la lectura de los clásicos y la música. Antonieta no era una niña más: tenía la presencia de quien lleva destino.
Cuando Antonieta tenía catorce años, Pietro, quien había viajado años antes a América Central en busca de mejores horizontes, envió por su familia. Con el alma llena de nostalgias y el corazón firme, Antonieta subió a un navío, con su madre y hermano, atravesando el océano en un viaje que sellaría su destino. Llegaron al Valle Central, donde San José se extendía en calles de piedra, tierra y lastre, cafés y montañas azules.
Una tarde de verano, en el bullicioso mercado central, Eduardo cargaba con esmero una caja de verduras para una señora extranjera de hablar curioso. A unos pasos de ella, caminaba una joven de cabellos dorados y ojos verdes que todo lo miraban con asombro. Era Antonieta. Sus miradas se cruzaron por un instante, y aunque no se hablaron ese día, ambos sintieron el estremecimiento de un hilo invisible que les apretó el alma.
Antonieta Di Giambattista fue el reflejo exacto del temple que sus padres forjaron en la Italia del silencio posbélico. Pietro, su padre, era un hombre de carácter firme, trabajador incansable, que había partido años antes hacia un país lejano llamado Costa Rica, con la esperanza de dar a los suyos una vida sin hambre ni miedo. Su madre, Elvira, se encargó de formar a su hija como a una verdadera damita europea: con decoro, pudor, sensatez y una educación delicada, rica en lecturas, música de cámara y normas de comportamiento.
Antonieta creció con la melancolía del padre ausente, pero también con la promesa de un futuro mejor. Cuando tuvo la edad suficiente —aún adolescente— emprendió el viaje que había soñado muchas noches: cruzar el mar, dejar atrás los cipreses de su infancia, y llegar al trópico donde el padre construía futuro con las manos. Su llegada a Costa Rica fue un salto al sol: palmeras, montañas, aire nuevo y una lengua que aprendía con algo de dificultad.
Ella no lo sabía, pero en esas mismas calles por donde aprendía a caminar en un mundo nuevo, un joven de ojos intensos y camisa remendada llamado Eduardo Miranda vendía su trabajo y sembraba su destino. Lo que la guerra separó en continentes, el amor lo tejía en silencio para unirse en el corazón de San José. Eduardo vio por primera vez a la muchacha italiana, de andar delicado, voz baja y vestido largo. No la miró como quien codicia, sino con una mezcla de admiración y respeto. No se acercó, no dijo palabra. Pero desde ese día supo que quería encontrar el modo de acercarse.
CONQUISTANDO
Eduardo tenía clara una cosa: “para llegar a ella, primero debo honrar a su familia”. Así comenzó a visitar la tienda donde trabajaba Pietro, ofreciendo ayuda con cajas, diligencias y repartos. Ganó la simpatía del padre, que veía en él un muchacho humilde, de palabra y trabajador. Luego, fue doña Elvira quien comenzó a sonreír cuando lo veía llegar, siempre con la camisa metida y los zapatos lustrados, aunque fueran los únicos que tenía. También, el joven Eduardo les invitaba al Matiné los domingos, siempre un paso a la vez y disfrutando cada momento juntos.
Pasaron meses antes de que Eduardo pudiera dirigirle siquiera un saludo directo a Antonieta. Ella lo observaba de reojo, con esa timidez que nace del respeto, del pudor, de una educación firme. Nunca le habló más de lo necesario, y jamás se mostró coqueta, pero su sonrisa contenida era suficiente para Eduardo.
Un día, Pietro lo invitó a cenar. Fue ahí, en una mesa de mantel blanco y sopa caliente, donde Eduardo habló poco, pero dijo lo justo. Compartió sus sueños, su deseo de estudiar contabilidad nocturna, de ahorrar para algún día tener su propio negocio. Los ojos de Pietro brillaron. Y Antonieta, desde el fondo de la mesa, bajó la mirada, pero no pudo evitar sonreír.
UN AMOR CON HONRA
El noviazgo, si así puede llamarse, fue lento y supervisado. Caminaban juntos sólo si Elvira o un hermano acompañaban. Los domingos eran la oportunidad de compartir en familia, donde Eduardo llevaba flores para doña Elvira, pan dulce para Pietro y algún detalle hecho a mano para Antonieta. Ese amor no fue una aventura, fue un proyecto. Se construyó con trabajo, respeto y esperanza. Y cuando finalmente, años después, Eduardo pidió la mano de Antonieta, Pietro le respondió con un apretón de manos largo y silencioso, mientras Elvira se persignaba entre lágrimas.
FIRMES CIMIENTOS
El 4 de abril de 1970, en una solemne ceremonia celebrada en la Iglesia Católica de Alajuelita, Eduardo Miranda y Antonieta Di Giambattista unieron sus vidas ante Dios y sus familias. No hubo lujos excesivos ni festejos ostentosos, pero sí abundó lo esencial: el amor, la gratitud y la convicción de que ambos estaban hechos el uno para el otro.
La pareja se estableció en Los Hatillos, donde Eduardo, con su ingenio y vocación de servicio, fundó junto a su esposa un pequeño negocio de pinturas. Antonieta, con su sentido europeo del orden, su elegancia discreta y una firme disciplina, fue el alma del local: llevaba cuentas, atendía a los clientes y supervisaba el buen nombre del emprendimiento. Juntos, con esfuerzo diario, fueron levantando no solo un sustento, sino un legado.
FRUTOS DEL AMOR
De esa unión florecieron sus cuatro hijos: Eduardo, Leonardo, Laurita y Renato. Cada uno fue educado en los valores que marcaron a sus padres: la honestidad, el respeto, el trabajo bien hecho y la gratitud por lo sencillo. La casa, aunque modesta, siempre estuvo llena de risas, deberes escolares, aroma a café recién hecho y conversaciones profundas en la mesa. Esta historia trata de ese amor, cuando ellos cumplieron 40 años de casados en 2010, fue cuando nos concedieron esta entrevista exclusiva.
Hoy, su historia sigue viva en los colores de aquel negocio familiar, en las enseñanzas heredadas y en las miradas de sus nietos. Porque cuando el amor se edifica con respeto, trabajo y fe, el tiempo no lo borra: lo honra.
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