BARCELONA – La historia no avanza en línea recta. Oscila, se repliega, vuelve sobre sí misma. Cambian los nombres, los escenarios, las tecnologías, pero ciertas emociones profundas como miedo, ira, necesidad de pertenencia y búsqueda de sentido reaparecen de manera persistente. En este tramo del tiempo que habitamos, la incertidumbre no es solo política o económica: es emocional. Y desde ese territorio íntimo se toman decisiones colectivas que marcarán generaciones, y no necesariamente de manera positiva.
Esa dimensión emocional no surge de la nada. A lo largo de años de observación y análisis se repite un patrón inquietante: frustraciones no elaboradas, expectativas rotas o sentimientos de fracaso personal encuentran consuelo en discursos que ofrecen salidas simples a dolores complejos. No es ignorancia ni maldad innata: es cansancio. Cuando este desgaste se prolonga, la capacidad de análisis disminuye y se busca alivio inmediato. En ese contexto, el odio, dirigido hacia un enemigo simbólico, actúa como una anestesia momentánea.
El mecanismo se activa especialmente cuando no podemos aceptar lo que duele, cuando no miramos nuestras propias contradicciones o errores. La identidad se siente amenazada y se prioriza la pertenencia por sobre la evidencia. Así prosperan narrativas que construyen un imaginario de culpables: el feminismo, la inmigración, la diversidad, ahora también la ciencia y la tecnología. Prometen redención a cambio de adhesión incondicional. El problema no es la crítica, necesaria en todo sistema social, sino la simplificación que reemplaza la reflexión por la catarsis.
Reconocer el peso de lo emocional no implica ignorar las desigualdades estructurales ni aceptar discursos de autosuperación vacía que respaldan la idea de la meritocracia. Las limitaciones económicas, educativas y sociales existen y muchas veces asfixian. Es justamente lo contrario a la meritocracia: no se trata del “si quieres, puedes”, sino de proteger y defender los derechos mínimos que nos corresponden, y comprender que restringirlos a otros termina afectando también nuestro entorno. Cuando en cada conflicto la culpa siempre recae afuera y no se revisa lo propio, la conciencia individual y colectiva se debilita.
Ese bloqueo no es abstracto: se refleja en lo cotidiano. Relaciones que se repiten con el mismo desenlace, amistades quebradas por la incapacidad de diálogo, familias atrapadas en reproches circulares. A mayor escala, la lógica es idéntica. Se generaliza, se estigmatiza, se condena a colectivos enteros por acciones de una minoría ínfima. La emoción manda, el pensamiento crítico se repliega y, como consecuencia, se termina votando a quienes mienten, dañando a la sociedad.
En ese terreno cobran fuerza figuras que prometen salvación: líderes que aseguran tener todas las respuestas, que dicen saber quién tiene la culpa y cómo arreglarlo todo sin esfuerzo propio. El mensaje resulta tentador: no hace falta cambiar nada, ni revisar decisiones, ni asumir errores. La culpa está afuera. La solución también.
Equivocarse es parte intrínseca del ser humano. Negarnos ese derecho, no saber pedir disculpas ni perdonarnos, nos coloca en un estado de impotencia. Si la salvación depende siempre de alguien con poder externo, de líderes providenciales o fuerzas ajenas, ¿qué queda de nuestra capacidad de pensar, aprender y evolucionar? Cuando depositamos todas las respuestas afuera, las consecuencias son graves. Desde ese lugar se repiten los peores capítulos de la historia: violencia, guerras, persecuciones, agresiones cotidianas.
Hubo épocas de apertura, de libertad, de ampliación de derechos, y parecía que ese camino se consolidaría, pero la rabia volvió a desbordarse. Hoy asistimos al resurgir del rencor y del enfrentamiento entre la ciudadanía de calle, quienes luchan día a día por lo más elemental de la dignidad. Todo impulsado por una minoría dominante que sabe cómo manipular estas vulnerabilidades para su beneficio, lo cual resulta devastador para la mayoría.
No hay magia externa que nos rescate. La verdadera potencia está en asumir responsabilidades sin castigarnos, en perdonarnos para poder cambiar, en construir información honesta y lazos comunitarios sólidos. No existen soluciones inmediatas ni figuras heroicas: hay procesos, retrocesos y aprendizajes compartidos.
Aun así, nada de lo aprendido desaparece por completo. Queda grabado en el inconsciente colectivo. Cada siglo deja lecciones escritas con violencia, guerras y silencios impuestos con sangre. También muestra períodos de apertura, de ampliación de derechos y de búsqueda de libertad expresiva. Aunque se intente ocultarlos, esos avances permanecen latentes, acumulándose, esperando condiciones para volver a emerger.
Lo conquistado en términos de conciencia, empatía y derechos no se borra. Puede ser reprimido, distorsionado o atacado, pero permanece. Y cuando regresa, suele hacerlo con más fuerza, más comprensión y mayor profundidad.
El mundo entra en un nuevo año cargado de tensiones, pero también de posibilidades. La vida seguirá su curso cíclico. La pregunta, la que aún podemos responder, es desde qué emoción elegimos transitarlo.
Feliz año nuevo, mundo. Sigamos convirtiendo el amor en acción.
por Barbara Balbo
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