El odio como cortina de humo, el fanatismo como anestesia social
A lo largo de la historia, los discursos de odio y exclusión han sido una de las herramientas más eficaces para movilizar emocionalmente a la ciudadanía y desviar su atención de los problemas reales. Cuando las sociedades atraviesan crisis económicas, incertidumbre social o desconfianza institucional, se vuelven terreno fértil para líderes que buscan fabricar enemigos imaginarios. Pero, incluso en etapas de prosperidad, hay partidos políticos dispuestos a recurrir a estas estrategias para posicionarse en el poder, instalando relatos que apelan a las emociones más primitivas: miedo, rabia y resentimiento, bajo la promesa de recuperar una identidad “pura” o proteger a la nación de supuestas amenazas externas.
En esos contextos, muchas personas sienten que pueden perder su lugar en el mundo y todo lo que han logrado con esfuerzo, por lo que se aferran a discursos que parecen ofrecer protección, pertenencia y una causa compartida. Relatos que brindan una identidad colectiva y un culpable externo al que responsabilizar de las frustraciones personales y sociales. Sin embargo, junto a esa falsa seguridad, estos discursos alimentan el odio social, normalizan la intolerancia y refuerzan la idea de que la violencia contra “el otro” está justificada. Así se construyen comunidades ideológicas cerradas, donde la lealtad se mide en consignas extremas y cualquier crítica se vive como traición.
A nivel neurológico, estos discursos activan zonas primitivas del cerebro, como la amígdala, que gestiona el miedo y la ira. Cuando se instala la percepción de una amenaza —aunque sea ficticia—, se desencadena una respuesta emocional intensa que desplaza la capacidad racional. En ese estado, el pensamiento crítico se reduce y las personas actúan desde la emoción. Estudios en neurociencia social han demostrado que las creencias identitarias se procesan en las mismas áreas cerebrales que registran el dolor físico. Por eso, cuando se cuestionan, se viven como agresiones personales, lo que explica la agresividad de algunos fanáticos incluso ante opiniones moderadas.
Este mecanismo se refuerza dentro de los propios grupos fanatizados, donde se retroalimentan los prejuicios y se anula cualquier información que contradiga el relato oficial. Las redes sociales y entornos digitales, hoy en gran medida controlados y condicionados por los poderes económicos, actúan como cámaras de eco donde solo circulan mensajes afines. Así, se normaliza la hostilidad, se deshumaniza al enemigo y se justifica el odio.
El mito de la pureza nacional: una ficción histórica
Lo paradójico es que estos discursos suelen apoyarse en la fantasía de una “pureza nacional” que nunca existió. Ningún país en la historia moderna se ha fundado ni sostenido con pureza racial. La idea de “pureza racial” es un concepto falso desde el punto de vista histórico, biológico y antropológico. La humanidad, desde sus orígenes en África hace más de 300.000 años, ha sido un proceso constante de migraciones, mestizajes, desplazamientos, invasiones y fusiones culturales, siempre en movimiento, mezclándose, adaptándose y transformándose.
Incluso los territorios históricamente aislados —como Japón, Islandia o Bután— tienen rastros de influencias externas, migraciones antiguas y mestizajes, aunque en menor escala por factores geográficos o políticos.
Los estados-nación modernos surgieron apenas hace dos o tres siglos y se construyeron desde la ficción de una identidad homogénea, cuando en realidad sus poblaciones ya eran producto de siglos de mezclas. Por ejemplo: España se formó tras siglos de presencia íbera, celta, fenicia, romana, visigoda, judía, árabe y bereber. La península ibérica fue durante más de 700 años un mosaico de culturas que convivieron, combatieron y se mezclaron, dando lugar a una identidad plural. Francia integra galos, romanos, francos, vikingos y poblaciones mediterráneas. Italia mezcla etruscos, griegos, romanos, normandos, germánicos y árabes. Estados Unidos nace, desde su fundación colonial, como una sociedad mestiza, con pueblos indígenas, colonos europeos, personas africanas esclavizadas y posteriores migraciones de todo el mundo.
Por su parte, los países de América Latina son, desde su origen colonial, sociedades mestizas, fruto tanto de encuentros forzados como voluntarios entre comunidades indígenas americanas, europeas, africanas y migraciones asiáticas. En el caso de China, que suele proyectar una imagen de homogeneidad centrada en la mayoría Han, es en realidad un collage histórico compuesto por más de cincuenta grupos étnicos reconocidos oficialmente, incluyendo manchúes, mongoles, tibetanos, uigures y hui, entre otros. Su territorio ha sido hogar de diversas culturas y ha recibido influencias genéticas y culturales asiáticas, persas, árabes, europeas y africanas a través de migraciones y rutas comerciales milenarias como la Ruta de la Seda.
Incluso países que, en los siglos XIX y XX, intentaron justificar políticas de pureza racial —como la Alemania nazi, la Sudáfrica del apartheid, la Serbia de Milosevic, la Italia fascista o los Estados Unidos de la era de las leyes de segregación racial— lo hicieron desde construcciones ideológicas manipuladas y no desde una base étnica real. Sus poblaciones también eran, y son, el resultado de mezclas históricas previas.
La genética moderna desmantela el concepto de raza
Las investigaciones genéticas actuales confirman que no existen razas puras. La variabilidad genética dentro de un supuesto grupo étnico es mayor que entre grupos distintos. Somos una especie mestiza por naturaleza.
Diversos estudios científicos de las últimas décadas han demostrado, de manera concluyente, que no existen razas humanas puras, ni desde el punto de vista biológico, ni genético, ni antropológico. La idea de dividir a la humanidad en grupos raciales cerrados y jerarquizados es una construcción social y cultural sin sustento científico.
Uno de los hitos que desmontó definitivamente este mito fue el Proyecto Genoma Humano, una iniciativa científica internacional sin precedentes, que se desarrolló entre 1990 y 2003. Fue impulsado principalmente por los Institutos Nacionales de Salud (NIH), en colaboración con centros de investigación de Reino Unido, Japón, Francia, Alemania, China y otros países. Gracias a este esfuerzo global, se logró secuenciar por primera vez el ADN completo de nuestra especie. Los resultados confirmaron que todos los seres humanos compartimos más del 99,9 % de nuestro material genético y que la mínima variabilidad restante —apenas un 0,1 %— se distribuye gradualmente entre las poblaciones humanas, sin límites raciales definidos.
Mucho antes de eso, en 1972, el genetista Richard Lewontin, desde la Universidad de Harvard, había realizado una investigación que reveló que el 85 % de las diferencias genéticas entre las personas ocurre dentro de una misma población, mientras que solo un 6 % corresponde a diferencias entre las categorías raciales tradicionales. Este hallazgo, confirmado por múltiples estudios posteriores, dejó en evidencia que las clasificaciones raciales tienen escaso sustento biológico.
Organismos como la American Association of Physical Anthropologists han ratificado este consenso científico. En su declaración oficial de 2019, afirmaron que las categorías raciales carecen de fundamento biológico y responden a construcciones sociales e históricas. La variabilidad genética de la especie humana, explican, se distribuye de manera continua, sin fronteras rígidas que permitan delimitar “razas” puras. Estudios de genética poblacional, como el Human Genome Diversity Project, y otras investigaciones contemporáneas han confirmado, además, que los grupos humanos siempre han estado en movimiento, migrando, mezclándose y adaptándose a entornos diversos, lo que hace imposible establecer divisiones raciales estables a lo largo del tiempo.
La antropología física, por su parte, ha demostrado que las características visibles que se han usado históricamente para clasificar a las personas —como el color de piel, la forma de los ojos o el tipo de cabello— son adaptaciones superficiales a condiciones ambientales específicas y no definen agrupaciones raciales coherentes desde una perspectiva genética o evolutiva.
La pureza racial: un mito político al servicio del poder
En definitiva, la ciencia ha dejado claro que no existen razas humanas puras. Somos una especie mestiza desde sus orígenes, y toda pretensión de pureza racial carece de seriedad, siendo utilizada históricamente como recurso ideológico para justificar exclusiones, desigualdades y odios sociales.
Por eso, cada vez que se levanta un discurso político o cultural que promete “recuperar una pureza nacional o racial perdida”, se está construyendo una mentira peligrosa y profundamente manipuladora. No existe pureza étnica ni cultural en la historia de la humanidad, si no que se trata de un mito político que se activa en momentos de crisis para dividir sociedades, movilizar el odio y permitir que el poder opere sin rendir cuentas.
Este artículo, dividido por capítulos, intentará desmontar esos relatos que pretenden ocultar el pasado mestizo de las naciones. La verdad histórica, sostenida por datos, archivos y memoria colectiva, demuestra que ninguno de los países donde hoy se promueve la expulsión de inmigrantes —como España, Francia, Reino Unido, Alemania, Hungría, Austria, Italia, Estados Unidos, Polonia, Argentina y Chile, entre otros— se fundó desde la pureza ni desde la exclusión. Estas sociedades son el resultado de mezclas culturales, migraciones, mestizaje y fusiones de comunidades diversas. La fantasía de la pureza ha sido, históricamente, una mentira peligrosa al servicio del poder; comprenderlo es imprescindible para evitar que la historia se repita.
por Bárbara Balbo