La fetidez de la muerte se evaporó en cuanto le permitieron entrar a la morgue del hospital de Los Ceibos, al norte de Guayaquil. La esperanza de encontrar el cadáver de su padre, del que heredó el nombre y la firmeza, le selló las fosas nasales a Jorge Díaz y dejó de percibir el hedor de la muerte a su alrededor.
Fue el martes 31 de marzo. Llegó enfundado en un traje de protección y deambuló todo el día afuera del anfiteatro, decidido a sacar a su papá de ese lugar, donde creyó que estaba. Desde su muerte, con sospecha de COVID-19 y ocurrida el 26 de marzo en esa casa de salud, recuperar el cuerpo ha sido un camino lento y doloroso hacia el infierno. No concibe otra palabra para describir lo que vio en aquel cuarto de paredes diáfanas donde pasó más de 30 minutos tanteando los cadáveres apilados, putrefactos.
Estaba aterrado, con el duelo reprimido. Dos días después del deceso, le entregaron el formulario de defunción del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INEC). Este le habilitaba a sacar el cuerpo del frigorífico que, lejos de sentirse helado, le hizo recorrer un hormigueo caliente por la piel apenas cruzó la puerta.
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Apenas don Jorge, de 75 años, dejó de existir empezaron los problemas. Primero, la supuesta pérdida de su historia clínica, por lo cual tardó la emisión el documento del INEC, que atribuye su fallecimiento a un paro cardiorrespiratorio por neumonía. Después, la prohibición de retirar el cuerpo hasta que no se presentara una orden de cremación, que Jorge tramitó en cuanto pudo. Luego, la pérdida del cadáver. Nadie lo encontraba en la morgue. Lo que le dijo uno de los custodios lo sumergió en una pesadilla que aún no asimila:
-¿Sabes qué, pana? No es que no te quiera dar el cuerpo de tu familiar. Lamentablemente, por los días que ha estado aquí y porque no lo han retirado, existe la probabilidad de que esté en un contenedor.
¿Era cierto? ¿Con qué autorización lo movieron? Las dudas se mezclaban con el dolor en su cabeza. Jorge los había visto. Había observado cómo metían cuerpos en un enorme contenedor, pero no puede asegurar si era uno de los cuatro depósitos de 40 pies que el Municipio de Guayaquil entregó al Ministerio de Salud Pública (MSP) para que funcionaran como morgue temporal, ante la saturación de los anfiteatros hospitalarios.
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Cadáveres enfundados en plásticos oscuros, con una hoja en blanco en la que resaltan sus nombres. Ninguno era el de su padre. Jorge contó más de 50 cuerpos en el piso, en el baño, amontonados. Hubo cuatro que no tenían rotulación. Volvió a suplicar que le permitieran ver dentro de las fundas... Nada. La esperanza se iba descomponiendo igual que los cuerpos que lo rodeaban.
Esa escena era la que más le aterraba a Jaqueline Jouxtteaux. Hasta el 2 de abril, en el hospital de Monte Sinaí, no sabían dónde estaba el cuerpo de su padre Jesús. Luego de estar internado en esa casa de salud, falleció el 30 de marzo por insuficiencia respiratoria aguada por neumonía viral. Un día después de su muerte, acudió a recoger los restos de su progenitor y le pidieron que ingresara a la morgue de esa casa de salud a reconocer el cuerpo, porque no lo encontraban.
El hospital del IESS de Los Ceibos comunicó, a través de sus redes sociales, que los restos de pacientes contagiados por COVID-19 permanecen en la morgue por, al menos, 24 horas. Luego, son trasladados en contenedores refrigerados al camposanto Parque de la Paz u otras entidades, para su sepelio.
Sin embargo, no respondió a las preguntas que EXTRA envió a su Departamento de Comunicación: ¿Qué paso con estos cadáveres? ¿Tienen registro de las denuncias de cuerpos desaparecidos? ¿Los han movido sin autorización? ¿Es correcto que hayan dejado entrar a familiares a la morgue a tantear cadáveres? Dudas que también se hacen los deudos.
Reconocieron que sí hay un incremento de decesos por causas respiratorias. Después de su reconocimiento, sus familiares son notificados al respecto y reciben tratamiento psicológico y contención emocional.
Es justo lo que le aterra a Jorge, que no le hayan informado nada. A la muerte la mira con resignación. Sabe que no volverá a ver a su padre, pero no concibe no saber dónde están los restos del hombre que le dio la vida. Las esperanzas se esfuman. Ahora está convencido de que no podrá mirarlo por última vez, aunque esté dispuesto a sumergirse entre cadáveres por amor.
Quiere darle una fotografía a quien sea que tenga el poder de acceder a aquellos cuerpos sin identidad que se proliferan en Guayaquil, para que se lo devuelvan. Necesita depositarlo en un lugar al que acudir a llorar, a derramar las lágrimas.EXTRA