Porque nunca interrumpió el banquete. Porque jamás gritó en la misa de los dueños del país. Porque fue presidente… sin estorbar. Lo ves ahí, con su suéter aceituna, paseando sin apuro entre balcones coloniales y faroles tristes, sin escoltas, sin tensión. Y algunos, fascinados con esa escena de paz artificial, repiten con devoción de feligrés: “Miren qué admirable, camina solo, sin miedo, con dignidad”. Pero la dignidad no es callarse. La dignidad no es pasar por la presidencia sin desordenar nada. Camina tranquilo, sí. Pero no porque venció al poder, sino porque nunca lo provocó.
Rodrigo Borja es ese caso fascinante de la política latinoamericana: el presidente que no genera ni odio ni fervor, sino silencio.
Un expresidente que no es leyenda ni escándalo: es archivo. Ni un mártir, ni un tirano, ni un reformista. Apenas un recuerdo decorativo de una izquierda que jamás se atrevió a incomodar en serio. Fue fundador de la Izquierda Democrática, pero no de la que quema privilegios ni de la que desvela banqueros. Fue de esa izquierda cómoda, con buenos modales y pésima memoria. Una izquierda que se sienta recta, aplaude civilizadamente y no le arruga la corbata a nadie.
A Borja no lo insultan en la calle, pero tampoco lo reclaman en las plazas. No tiene enemigos… pero tampoco herederos. No hay pancartas con su nombre. No hay canciones. No hay pueblo que lo reclame ni poder económico que lo tema. No incomodó a los millonarios, no frenó a los evasores, no se metió con los bancos. No hubo cruzadas contra el privilegio, ni reformas profundas, ni pleitos históricos. Fue un constitucionalista de salón que nunca pisó la calle con barro, ni la tribuna con rabia. Hablaba de ética republicana mientras el pueblo hablaba con el tendero para que le fíe el arroz.
Y ahora lo presentan como ejemplo de “cómo debería ser un presidente”: tranquilo, elegante, sin juicios pendientes.
Como si no hacer nada incómodo fuera una virtud. Como si la ausencia de huella fuera la marca del estadista. Como si gobernar sin pelear fuera lo correcto. No lo odian, es cierto. Pero tampoco lo recuerdan con pasión. Camina tranquilo porque su paso por la historia fue tan suave que no dejó ni polvo levantado.
Es curioso cómo se premia a los presidentes que no dejaron heridas. Pero habría que preguntarse: ¿no dejaron heridas porque curaron… o porque nunca tocaron donde dolía? Borja gobernó con corrección, sí. Con erudición. Con discurso elevado. Pero no gobernó con pueblo. Gobernó desde el consenso… de los de siempre. Fue un visitante educado en una casa ajena: entró en silencio, saludó sin molestar y se marchó dejando todo como estaba.
Así que la próxima vez que alguien diga “qué grande, camina sin miedo por el Centro Histórico”, habría que responderle sin eufemismos: sí, camina sin miedo… porque no significó nada. Porque nadie carga en la memoria una decisión suya. Porque los de abajo no lo lloran, y los de arriba nunca tuvieron que temerlo. Camina tranquilo, no por lo que hizo, sino por todo lo que decidió no hacer. Y eso, en un país urgido de valentía, no es una hazaña: es una omisión con zapatos lustrados.