En el Ecuador contemporáneo, la palabra “libertad” ha sido capturada por sectores de la derecha como si fuera un trofeo simbólico. La evocan en campañas, la repiten en mítines, la estrellan en discursos sin alma. Desde empresarios conservadores hasta presidenciales como Daniel Noboa o ciertos actores del viejo PSC y el disfrazado izquierdismo de Pachacutik, todos se aferran a la palabra con fervor casi religioso. No obstante, bajo esa aparente devoción se oculta un uso perverso del lenguaje, donde la libertad es transformada en mercancía política para justificar privilegios de élite y políticas de exclusión.
En nombre de la libertad, se ha pretendido desmantelar la educación pública, restringir la inversión estatal en salud, condonar deudas a grandes banqueros, mientras se pretende recorta el subsidio al gas o se criminaliza la protesta social. La palabra se vuelve coartada para implementar ajustes estructurales que precarizan el trabajo, favorecen la flexibilización laboral, debilitan la seguridad social y concentran la riqueza. Hablan de libertad económica cuando en realidad celebran impunidad financiera.
Resulta inquietante escuchar al empresariado más privilegiado —que durante décadas ha vivido de contratos estatales, exoneraciones fiscales y privatizaciones opacas— autodefinirse como defensores de la libertad. ¿Acaso es libertad entregar los bienes del Estado al capital extranjero, como se hizo con el campo petrolero Sacha o con la concesión de puertos? ¿Es libertad reducir a cenizas la soberanía alimentaria entregando tierras a multinacionales? ¿Dónde estaba esa libertad cuando se disparó la pobreza tras la dolarización mal gestionada o cuando se impuso el feriado bancario?
Hoy la derecha ecuatoriana reconfigura su relato. Ya no se presenta como la heredera del poder oligárquico, sino como la “defensora de los emprendedores”, del “libre mercado” y de “una patria sin estatismo”. Han convertido la palabra libertad en un objeto de marketing, desvinculado del bienestar colectivo. En su narrativa, todo lo público es ineficiente y todo lo privado es virtuoso. Pero en la práctica, esa “libertad” sirve para tercerizar servicios, vender activos nacionales y blindar intereses familiares desde la Asamblea o del Ejecutivo.
La libertad que nos ofrecen se traduce en precarización de los jóvenes que trabajan sin contrato, jubilados sin atención médica, migrantes expulsados por la falta de empleo. En nombre de la libertad se recortan presupuestos a universidades y se militarizan las calles. Con esa misma retórica se justificó la represión en octubre de 2019 y las balaceras que hoy siembran terror en barrios populares del país. No es libertad, es violencia disfrazada de gobernabilidad.
Frente a este secuestro semántico, urge preguntarnos qué tipo de libertad se promueve en el país. Porque si se defiende una libertad que condena a las mujeres a morir por falta de acceso a salud sexual, si se aplaude una libertad que permite a los monopolios controlar medios y narrativas, entonces no estamos ante un proyecto emancipador, sino ante un régimen de dominio discursivo. En Ecuador, esa “libertad” es selectiva, porque protege al poderoso y margina al vulnerable.
La verdadera libertad en el contexto ecuatoriano exige otras condiciones: educación digna y accesible para los sectores rurales, salud universal y gratuita, equidad para las mujeres y diversidad sexual, justicia sin corrupción. Implica soberanía económica, democratización de los medios y recuperación de territorios ancestrales arrebatados por extractivismo. Libertad no puede ser sinónimo de impunidad, ni bandera de quienes han mantenido estructuras de explotación por generaciones.
Es momento de disputar el significado. La libertad no puede seguir siendo una máscara que esconde la desigualdad. Tiene que ser reconstruida desde abajo, desde los barrios, desde las comunidades indígenas y afrodescendientes, desde los estudiantes y trabajadores. No se trata de negar su valor, sino de devolverle su contenido. La libertad no es un producto electoral, sino una promesa incumplida que debe volverse exigencia popular.
Al lector le corresponde mirar con ojos críticos los discursos que circulan como verdades absolutas. La próxima vez que un político diga que su proyecto es por la libertad, pregunte: ¿para quién?, ¿para qué?, ¿con qué consecuencias? La libertad no puede seguir siendo el eslogan de quienes venden el país por partes. Tiene que ser el horizonte de una nación que quiere justicia, dignidad y futuro. Porque solo así, con conciencia histórica y memoria viva, podremos recuperar esa palabra y dotarla de sentido propio