«Un grito nos detiene en Alto Telire. Una niña de 12 años está en labor de parto. No esperábamos esto. Improvisamos con lo que tenemos: un plástico, linterna de cabeza, y manos firmes. La partera del lugar asiste, tiene la experiencia y la calma que me falta a mí. El parto se complica, pero logramos traer al mundo una bebé que llora con fuerza. Me tiemblan las piernas, no sé si de emoción, o por el miedo que acabamos de dejar atrás». Con estas palabras quiero relatar hoy a mis lectores, cómo transcurren los días, meses y años, en la profundidad de las montañas de Talamanca. Soy el Dr. Efraín Retana Álvarez.
Continuamos. Más adelante, una mordedura de terciopelo a un indígena joven. Le inyectamos suero antiofídico. Hay que vigilarlo toda la noche. Dormimos sobre hojas de plátano, en una rancha improvisada. La humedad cala hasta los huesos. Los mosquitos no nos dan paz. A ratos me pregunto si valdrá la pena. Siempre me respondo que sí.
Al tercer día llegamos a San José Cabécar. Nos recibe una abuela de 80 años, con fiebre y una infección urinaria grave. En un rincón, un niño con una herida infectada en la pierna, por un machete mientras ayudaba a su padre. Limpiamos, suturamos, explicamos a la madre qué hacer. Ellos no tienen relojes ni calendarios, pero sus miradas lo dicen todo: gracias por llegar.
Recuerdo que el mes pasado, mientras realizábamos una entrada a Alto Telire desde Chiná Kichá, me pregunté a mí mismo, ¿qué me trajo aquí?, y la respuesta viene clara: una vocación que me empuja más allá del cansancio, del barro, del miedo. Ser médico rural en las montañas de Talamanca no es una profesión, es una forma de vida. Una forma de resistir, de entregarse, de tener fe en lo más humano, y no dar la espalda al valor del verdadero amor al prójimo.
Ese martes salimos de Chiná Kichá al amanecer. El cielo aún no aclaraba cuando cargamos las cajas con medicamentos: antipiréticos, antibióticos, sueros, jeringas, gasas, guantes. Lo básico, lo que pesa más que el alma, porque sabemos que sin eso no se salva a nadie. Voy con Diwo Blanco Salazar, Gerardo Villanueva Reyes y Amadeo Vargas Páez, ellos tienen el corazón tan terco como el mío. Caminamos en silencio, cada uno metido en su lucha interna contra el cansancio anticipado.
A las dos horas de camino empieza la lluvia. No es una llovizna, es un aguacero que no da tregua. El barro sube hasta la rodilla, los caminos se vuelven trampas y los puentes de bejucos o cables oscilan con cada paso. Respiramos hondo antes de cruzarlos. Abajo, el río ruge como si quisiera tragarnos. Pero cruzamos.
En Alto Telire, el caso era grave: una señora embarazada con preeclampsia. No podemos manejarlo allí. Desde el radio pedimos apoyo a la Caja Costarricense del Seguro Social. En la tarde, el helicóptero rompe el cielo gris y desciende entre los árboles para recibirla en la plaza del lugar. Logramos trasladarla. Nos abrazamos. Lloramos. Nos salvamos todos un poco ese día.
El regreso es más liviano, aunque el cuerpo duela. Las botas llenas de barro, la piel curtida por la lluvia, los hombros marcados por las cajas. Pero el alma... el alma viene llena. Cada mirada agradecida, cada paciente estabilizado, cada niño que sonríe cuando le ponemos una ‘curita’ de colores… eso basta.
Soy un médico rural. No tengo oficina con lujos ni autos caros, pero tengo ríos que cruzar, montañas que desafiar, y una comunidad que me espera. Aquí, entre nubes y quebradas, aprendí que la medicina no siempre sana… pero siempre acompaña. Y eso, para muchos, ya es suficiente para vivir.
Toda esta lucha diaria, siempre la hago sin rechinar, porque sé que cada noche al llegar a casa, me esperan mi esposa Lorena Reyes, y mis hijos Bella Jatziri y Josafath, quienes me reciben con sus brazos abiertos. La otra semana les contaré sobre una campaña médica que realizamos hace algunos meses.
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