PABLO BARATINI DESDE VALPARAÍSO CHILE
Comencé a escuchar el sonido ahogado de un hombre llamando, pidiendo ayuda, entonces me acerqué y pude ver que de entre los pinos frondosos un pequeño montículo de tierra se movía y la voz se hacía más fuerte, en seguida me arrodillé sobre el pasto y cavé lo más rápido que pude, fue cuando entonces una mano fuertemente me sujetó y grité, me tironeaba de forma alarmante y sólo acerté a quitármelo de encima con la otra mano libre, y meneó ciegamente en busca desesperada por encontrar la mía de nuevo. Me levanté tambaleándome sin despegar mis ojos de aquel agujero con el miedo de que con todas sus fuerzas saliera increíblemente desde aquel entierro.
Corrí por una pala y escuché de nuevo los gritos y el rasguño de sus dedos sobre la tierra, finalmente regresé con el instrumento y le grité que se quedara quieto, con todo el aire que me faltaba de mi carrera y la mano cayó quieta sobre el agujero. Cavé por unos minutos alrededor, mientras él sollozaba lastimoso. Por fin pude verlo, su cuello, tiré la pala a un lado y me dispuse a quitarle la tierra de su cara, su cabeza de su pelo; sus ojos eran muy bellos, su cabello era largo, tenía unos aros en una de sus orejas y unos feos rasguños en su mejilla derecha, lo sujeté y me miró sin la más mínima expresión, lo solté súbitamente y seguí cavando como si me lo exigiera sin decir una sola palabra, un temor me invadió, el terror de que él pudiera salir, sin embargo, no podía dejar de excavar. Llegué a sus rodillas y continuaba mirándome amenazante, exigente.
De un momento a otro puso las dos manos contra el suelo y se impulso hacia arriba y se liberó por completo del entierro; siguió hincado en el pasto intentando ponerse de pie, yo sostenía la pala firmemente sobre mi cabeza, atemorizada, pero con la fuerza suficiente para golpearlo si era necesario. Hizo unos gestos extraños como si fuese a vomitar algo, entonces estaba en lo cierto, su espalda se arqueó y rasgó su ropa una lana blanca, y de su boca desmesurada se asomó una nariz negra y unos cuernos torcidos y enormes rompieron su cráneo, sus brazos y piernas también se rompieron y dieron a luz unas patas de lana negra cubierta con sangre de su anterior morador. Extrañamente se oscureció, el cielo negro me cegó, totalmente oscuro corrí de aquel animal que ahora también corría, pero con el único objetivo de embestirme, yo creí que salvaba a una persona que me devolvería la mano, pero solté a la bestia.
Corría casi sin rumbo, hasta que me di cuenta que sólo debía devolverme un momento, me detuve en seco y el animal, atónito, se detuvo de igual forma, me giré hacia él, y le ataqué antes de que lo hiciera, le golpeé con la herramienta en su hocico y escupió sangre, y baló, retrocedió sólo para darse las fuerzas de levantarse en sus patas traseras y golpearme con sus cuernos que detuve con un ataque vertical directamente en su cabeza, repetidamente, hasta que cayó rendido, el animal se tiñó de negro, sudaba y sangraba a borbotones, entonces murió sin antes decir, balbucear ahogado en sangre palabras que nunca significaron algo.
El cielo se despejó de esa niebla abrumadora y me dejé caer de espalda hacia el precipicio de sueños y errores corregibles, con la esperanza de no desenterrar más bárbaros que apuñalen en la espalda, hay que dejarlos en sus madrigueras, para que no dañen mi conciencia.
Nunca más.
Comentarios
Potente metamorfosis pocas veces presente en la narrativa latinoamericana, este cuento de la chilena Valentina Roa es para sacudirnos de pies a cabeza, pues nos engancha trepidantemente desde la primera línea, ya que nos dibuja a un desventurado hombre luchando por una bocanada de aire, por respirar, por vivir.
Ella pese a que su instinto le insinúa la prudencia, se lanza desafiante a todos los posibles por solidaridad…
Relato electrizante. Sobrio desarrollo e hilarante cierre magistral. Argumentalmente equilibrado y digno de ser leído varias veces, aquí hay imaginación, talento y nihilismo también.
Para digerir a Roa simplemente hay que leer su trabajo con una mente abierta, sentir los jadeantes respiros del personaje en cada línea, pues ella misma es quien nos debe dar miedo, pues aunque un relato se cierre, con ella vendrán más, y cada vez más desequilibrante.
El Hombre que se convierte en Lobo. Nunca antes sospechado.
Roberto González Short / Periodista.